La generación de cristal no se rompe, se escrola

Por el Arq. Allán QC.

Una noche, presa de mis propios pensamientos y vencido por la ociosidad, mi mente me negó el sueño reparador. Como muchos adultos funcionales con ansiedad disfrazada de insomnio, caí en la tentación de escrolear mi celular hasta que el agotamiento me venciera y finalmente pudiera dormir.


Al día siguiente, un querido amigo —al que por razones de ética docente llamaremos “El Gordo”— me contó lo que a primera vista parecía una anécdota universitaria más. Después de calificar un trabajo mediocre con la severidad justa (un 6, generoso incluso), la jefa de grupo reclamó con cara de víctima profesional que no estaba de acuerdo con la calificación, y cuando se le pidieron razones, soltó la joya: “Es que tienes un tono de voz muy fuerte”.


Pausa dramática. Sí. No fue el contenido, no fue la retroalimentación, no fue el trabajo; fue el tono. El tono.


Lo interesante es que, cuando se pidió la opinión del resto del grupo, todos coincidieron: sí, el profe tiene un tono fuerte, pero jamás grosero, nunca ofensivo. De hecho, lo consideran el más exigente, pero también del que más han aprendido. El reclamo entonces no tenía sustancia académica, sino emocional. Y fue justo ahí donde todo conectó con un artículo que leí un mes atrás en Café Kyoto. Se titulaba: “Generación de Cristal”. Cliché, lo sé. Pero espérate tantito.


El artículo comenzaba con una idea brillante: la vida adulta dejó de ser sinónimo de autonomía para convertirse en una acumulación de responsabilidades. Y claro, en una época donde tener casa propia suena a fantasía medieval, donde no tenemos estabilidad laboral ni un lugar claro en la sociedad, lo único que nos queda es correr hacia la infancia. A ese lugar donde no había facturas, entregas, métricas ni calificaciones con tono fuerte.


Y eso explica mucho. Por ejemplo: por qué amamos los TikToks que nos explican en 60 segundos el conflicto de Palestina con memes de gatitos. O por qué preferimos que nos digan que “todo pasa por algo” aunque claramente algunas cosas solo pasaron porque la vida es una perra sin explicación.


En ese sentido, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han (el único Han que no necesita sable láser para iluminar) sostiene que vivimos en una “sociedad del rendimiento” donde todo debe ser positivo. Hay que sacarle “una lección” a cada tragedia, como si perder el empleo o reprobar una materia debiera dejarte iluminado y mejor persona. Spoiler: a veces solo duele y ya.


Este discurso edulcorado está en todas partes. No regañes, no alces la voz, no señales, no te quejes. Todo debe ser lindo, suave, estético y políticamente correcto. Lo importante no es tanto lo que dices, sino cómo haces sentir al otro. Y aquí está la trampa: la infantilización del discurso se convierte en una herramienta útil para conservar el status quo.


¿Por qué? Porque si todo debe sonar bonito, cualquier crítica estructural suena agresiva. Si hablas del fracaso del modelo económico, estás siendo “negativo”. Si cuestionas la precarización laboral, “eres conflictivo”. Si repruebas con fundamentos, “tienes un tono feo”. Todo se reduce a una narrativa individual: si te va mal, es porque algo estás haciendo tú, mal. No el sistema. Tú.


Por eso, mi querido lector, la anécdota del Gordo no es una anécdota más. Es un síntoma. Un síntoma de una época donde la sensibilidad, que debería ser una virtud, ha sido capturada por una estética superficial de lo blando. Una sensibilidad que cancela conversaciones incómodas, que exige que hasta la crítica venga con moñito y olor a lavanda.


Y sí, claro que es sano pensar antes de hablar. Claro que debemos ser cuidadosos. Pero no al grado de evitar decir lo que debe decirse solo porque alguien se va a sentir incómodo. Hay cosas que simplemente deben hablarse, aunque suenen fuerte. Como el 6 de esa alumna. Como el miedo de esta generación a la crítica real. Como el hecho de que vivir no debería doler tanto, ni siquiera en voz alta.





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